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Todo indica que ser miembros del G-20 tiene un costo de admisión y una cuota societaria y que el GAFI tiene una manifiesta fidelidad hacia la gran banca privada internacional y al Departamento de Estado estadounidense.
La reciente sanción de una reforma del Código Penal bajo el pedido del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) ha sido motivo de preocupación de muchos sectores defensores de los Derechos Humanos. Las razones surgen, básicamente, porque se introdujo, a pedido del Poder Ejecutivo, una difusa figura de “terrorismo”. A último momento el proyecto original agregó un párrafo que, a la hora de ser interpretado por un juez o por un gobierno futuro, puede resultar intrascendente. En efecto, basta ver la letra del artículo 41 para comprender que la falta de debate previo llevó a una imprecisión que no conforma ni a tirios ni a troyanos. Así es la redacción del artículo en cuestión: “Cuando alguno de los delitos previstos en este Código hubiere sido cometido con la finalidad de aterrorizar a la población u obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros o agentes de una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo, la escala se incrementará en el doble del mínimo y el máximo.” El párrafo que se agregó en Diputados indica que “las agravantes (duplicación de penas) previstas no se aplicarán cuando el o los hechos tuvieren lugar en ocasión del ejercicio de derechos humanos y/o sociales o de cualquier otro derecho constitucional”. Hoy, con la historia abierta desde el 25 de mayo de 2003, está claro de qué se habla, pero desde la óptica del Poder Ejecutivo Nacional. No puede decirse –sólo por tomar dos casos entre muchísimos– que el gobierno de Mauricio Macri tenga la misma lectura, ni que la jueza que ordenó la represión del Indoamericano hace un año tenga la misma óptica respecto de no reprimir la protesta social.
Todo indica que ser miembros del G-20 tiene un costo de admisión y una cuota societaria y que el GAFI (un foro intergubernamental que reclama normas de persecución al lavado de activos y financiamiento al terrorismo) tiene una manifiesta fidelidad hacia la gran banca privada internacional y al Departamento de Estado estadounidense. No extraña la calificación que hizo del GAFI el ministro de la Corte Suprema Raúl Eugenio Zaffaroni: “Es un organismo de segunda categoría, que se atribuye más derechos que las Naciones Unidas.”
Esta ley aparece en el contexto de la utilización de las sanciones financieras de Israel, Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos y Canadá contra un banco público iraní –el EIH, con sede en Hamburgo– porque según la prensa israelí, norteamericana y británica “esta entidad bancaria apoya la proliferación de armas de destrucción masiva”. ¿Se refiere a que fabrican bombas que son usadas por terroristas para atacar un blanco civil, como todo indica que sucedió con la sede de la AMIA en Buenos Aires en 1994? No, se refiere a que el EIH es un banco en el que, además de transacciones por el gas y el petróleo iraní, también se hacen pagos a empresas que participan del programa nuclear iraní.
Y aquí conviene hacer varias consideraciones. La primera: ¿No hacen terrorismo mediático los diarios de los países centrales que señalan a la bestia de Teherán después de haber matado cientos de miles de iraquíes con la excusa de que la bestia de Bagdad tenía armas químicas y biológicas, cosa que nunca se probó? La segunda: ¿Nadie se acuerda que ingleses y norteamericanos dieron un golpe de Estado en Irán en 1953 y colocaron a un monigote llamado Reza Pahlevi, porque los iraníes estaban a punto de estatizar el petróleo y el gas controlado por empresas norteamericanas y británicas? La tercera: Irán no reconoce tener un programa de fabricación de bombas atómicas, permite las inspecciones de la Agencia de Naciones Unidas para la Energía Atómica y no están probadas las acusaciones.
EL ÁRBOL Y EL BOSQUE. José Nun –honrado por el gobierno como secretario de Cultura pero desaprovechado en su trayectoria como destacado politólogo con diversos doctorados en Economía– acaba de publicar La desigualdad y los impuestos (Capital Intelectual) en el que cita fuentes del Banco Mundial para hablar del lado oscuro de las finanzas. “Entre 1 y 1,6 trillones (1 trillón: 10 elevado a la 18, NdR) de dólares (es) el dinero mal habido que circula anualmente por el mundo.” Uno de los mayores especialistas de lavado de dinero en el mundo es Raymond Baker, presidente de Global Financial Integrity, quien después de haber estudiado los movimientos financieros de 60 naciones, cree que las cifras del Banco Mundial deberían multiplicarse por tres. Lo impresionante es que, según Baker, la mitad de ese dinero proviene de las naciones en desarrollo –o periféricas–. Y cualquiera podrá preguntarse si esa es plata sucia de los carteles de droga o de políticos corruptos. Sí, pero en una proporción que deja helada la sangre: “entre el 60 y el 65% (se debe) a las maniobras ilícitas de muchos particulares y grandes empresas”, mientras que el llamado “crimen organizado” sería responsable del 30% del dinero ilegal y sólo el 3% de la “corrupción política”.
En la Argentina, los delitos de “financiación al terrorismo” estaban contemplados en figuras ya existentes en el Código Penal, pero lo que no está debidamente entendido en la sociedad –y parece que también en buena parte de la dirigencia política argentina es la cantidad de maniobras que hacen las grandes empresas transnacionales para burlar el pago de impuestos. En este sentido, tuvo mucha menos repercusión el tratamiento y sanción en estos días de otra ley que incorpora delitos económicos y financieros para prevenir el lavado de activos, una figura que se había incluido en el Código Penal a mediados de este año. La nueva norma penaliza, por ejemplo, acciones destinadas a afectar el orden económico o financiero. La presidenta habló hace poco de haber conjurado cinco corridas bancarias que, según ella, llevaron al Banco Central a tener que vender 15 mil millones de dólares, una cifra impresionante. Es valiente de parte de la presidenta dar a conocer estos movimientos desestabilizadores, pero sería vital para la sociedad argentina conocer los detalles de todo esto. Se dice –pero nunca se dan los datos concretos con nombres, apellidos y entidades bancarias– que hay más de 100 mil millones de dólares de argentinos en circuitos ilegales, posiblemente la mayoría reciclados fuera del país. Cuando muchos periodistas y académicos reclaman la urgencia de una ley de derecho al acceso de la información no se refieren a los detalles íntimos de una reunión en un ministerio sino a la posibilidad de sostener y alimentar debates públicos con información fundada y no en base a estimaciones. Eso ayudaría al Estado, además, a recaudar más impuestos y también permitiría mejorar las normas tributarias.
No sólo la palabra “terrorismo” pone en guardia a quienes conocen las historias de las violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos y la soberanía de las naciones. “Task force” es otro término, casi complementario de las lógicas de avasallamiento. Es decir, primero la gran prensa aterroriza diciendo que hay terroristas por todos lados y luego llegan las fuerzas de tareas. Es decir, Vietnam, Panamá, Irak, Afganistán. Raymond Baker preside además la curiosa Task Force on Financial Integrity & Economic Development (Fuerza de Tareas para la Integridad Financiera y el Desarrollo Económico) que explica en su página web cinco prioridades para transparentar las finanzas: la reducción y manipulación de los precios de las importaciones y exportaciones; la contabilidad de las ventas, de las ganancias y de los impuestos pagados por las compañías multinacionales país por país; confirmación de los registros bancarios de las ganancias declaradas; información automática cruzada entre los impuestos y las (declaraciones de) aduana; y por último, la armonización de la legislación sobre lavado de dinero (acá podría llamarse fuga de capitales en dólares) focalizada en la transparencia.
Una mirada al respecto desde un punto de vista nacional y popular podría advertir que una serie de académicos y economistas especializados en normas impositivas participaron en el trabajo dirigido por José Nun, uno de ellos es el filoso Jorge Gaggero, del Plan Fénix. También podría decirse que Raúl Scalabrini Ortiz ha dejado una extraordinaria enseñanza respecto de cómo los ferrocarriles y los bancos ingleses limaron la soberanía argentina. Y también que Daniel Aspiazu y Eduardo Basualdo explicaron con claridad en los últimos 25 años cuál es el grado de concentración y transnacionalización de la economía argentina. Nada debe empañar la impronta de este Congreso que sancionó una docena de leyes en tiempo récord. Pero, en algunos casos, velocidad no significa profundidad. Y estos temas merecen debates y también merecen información pública confiable.
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