sábado, 20 de marzo de 2010

Puro grupo


Por Eduardo Fabregat
El Diccionario Etimológico del Lunfardo de Oscar Conde define “engrupir” como “Embrollar, distraer, atraer con halagos/ Engañar, embaucar, mentir”, y remite a “Grupo”: “Ayudante del ladrón, cuya misión en la estafa es atraer a la víctima/ Mentira, embuste”. Debe haber sido esa cercanía cronológica con el lenguaje de los tangueros lo que llevó a que, en los albores del rock argentino, no se hablara de grupos sino de conjuntos. En los programas musicales televisivos de la época también presentaban muchos “conjuntos beat”, pero sus himnos pasatistas sí que eran puro grupo. Litto Nebbia, Luis Alberto Spinetta o Javier Martínez no hablaban de su grupo sino de su conjunto, y Pinap, Pelo y Expreso Imaginario reflejaban la actividad con esa terminología. Sólo con el correr del tiempo se familiarizó lo de “tengo un grupo” o, más aún, “acá en la esquina toca una banda de blues”. Hoy ya casi nadie dice “armemos un conjunto”, del mismo modo que se escucha poco que alguien diga “A mí no me vengas a engrupir”: más de uno lo miraría como quien siente un penetrante olor a naftalina.
En cierto punto de la historia reciente, el grupo también dejó de ser sinónimo de cartón pintado para adquirir una pátina de peligrosidad. Cuando el sindicato de los asesinos tomó el poder en 1976, se le indicó a la población que toda reunión callejera de más de tres personas sería considerada una alteración del orden público, un intento de conspiración, una célula subversiva, y se actuaría en consecuencia. Este cronista recuerda aún el terror de ciertas madrugadas, cuando se veían a la distancia las luces del patrullero y el grupo de amigos debía desperdigarse, tirarse en el cordón de la vereda al abrigo de un auto, meterse en un edificio, salir de la vista, desaparecer. Los milicos no sólo borraban gente en sus campos de concentración, también buscaban eliminar toda forma de agrupamiento, de coincidencia, de organización, aunque no fuera más que de una amistad adolescente. Los que se juntaban en la calle Bogotá al 2300 no eran un grupo de amigos, eran una barra, un término que hoy se antoja demasiado parecido al barrote.
Quizá fue a fines de 1983 que el grupo dejó de ser una mentira o una actividad peligrosa para ser simplemente eso, un grupo. Los recitales gratuitos de enero y febrero de 1984 fueron una suerte de bautismo de fuego, un signo de época. En Barrancas de Belgrano podían tocar las figuras más relevantes de la escena de entonces, pero a los shows se acercaban grupos moderados de entre cinco mil y diez mil personas: hasta ese punto la práctica de agruparse se había oxidado, hasta ese punto había que superar el miedo a que alguien advirtiera que eran más de tres personas y obrara en consecuencia. Hoy que damos por sentada nuestra libertad, y que el rock forma parte natural del tejido social, si Spinetta o Fito (dos de los que se subían a esos tablados) se presentaran allí las Barrancas rebasarían.
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El grupo es, por supuesto y sobre todo, una forma de pertenencia: nos agrupamos con quienes coincidimos, y hasta en los “grupos de discusión” hay coincidencia en que hay algo que discutir. Es por eso que uno de los pilares en los que se apoya el fenómeno Facebook –que acaba de superar a Google, nada menos, para ganar el podio del sitio más visitado de la web– es sin dudas su herramienta de Grupos. Un recurso que, como sucede con otras aplicaciones de la red social inventada por Mark Zuckerberg, se ha convertido ya en un chiste medio remanido, trillado. Eso no le quita interés: tímidamente al principio, con bríos después, finalmente de modo exasperante, el recurso de definir y abrir un grupo virtual, comunicarlo y difundirlo sirve, también, como radiografía de la sociedad real.
Sería engorroso enumerar aquí semejante abanico de posibilidades, pero baste decir que en todas se esconde una forma de pertenencia, una declaración de principios. Cuando alguien “pide amistad”, el que recibe ese pedido suele echar un vistazo a los grupos a que pertenece el solicitante, una forma de “conocerlo”. Abundan los “Odio a...” y ya hubo algún debate sobre “Basta de grupos que dicen ‘Odio a’”; como hay de todo en la viña de la red, uno se puede encontrar con deformidades como “Odio a The Beatles y me enorgullezco de eso” (17 miembros). Pero los hay también de expresión de deseos, como el que propone a Víctor Hugo Morales como relator de los partidos del Mundial en la TV Pública. El periodista uruguayo ya dijo que eso no sucederá, pero de todos modos el grupo airea su entusiasmo por superar los 4 mil miembros. Y por cada personaje puede haber un apoyo, sea a la Presidenta o a Cobos, a Carrió o a Marcó del Pont, a Estela Carlotto o al Tigre Acosta. Y hay grupos de protesta y grupos de propuesta, grupos humanistas y grupos neonazis, grupos que responden a otros grupos, grupos con cierta lógica y otros decididamente inexplicables. Cada cual encuentra su bandera, define su personaje facebookiano y se agrupa en la sociedad de ceros y unos.
Hay quien dice que en algunos casos el grupo de Facebook no es más que un sucedáneo de la verdadera militancia, una forma de expresar indignación sin mayores consecuencias y calmar la conciencia con que “algo estoy haciendo con este atropello, y joder, el grupo ya tiene 2500 miembros y vamos por más”. Fulano se ha unido al grupo “Basta de destruir la educación pública”, y a Mengano Le gusta y se une y lo recomienda, y Zutano se une y así, y parece que la revolución está en marcha. Pero a veces las cosas pasan de lo virtual a lo real: aunque haya contado con cierta amplificación televisiva, es cierto que la marcha propuesta en FB por el grupo 678 terminó corporizando una buena bocha de gente en la Plaza de Mayo. En los días del nombramiento de Abel Posse como Ministrosaurio de Educación, fueron muchos los que sintieron que la indignación expresada en un puñado de grupos multitudinarios contribuyó a la cosa pública, al deseado desenlace del paso al costado del fascista. El teclado y el mouse como palancas de cambio.
Y así, en la pantalla y en la vida, se siguen formando grupos. Grupos que tocan y grupos que hablan, grupos que celebran o denuestan, grupos que son grupos y grupos que son lunfardo: hasta el futbolista que acaba de patearle la cabeza al compañero que erró un pase trascendente sale del vestuario y declara a las cámaras que “el grupo está bien”. Hasta un grupo de legisladores que hasta hace poco se hacían macumbas entre ellos se ajustan la corbata, el traje sastre, y declaran muy orondos que son un grupo unido en pos de un país mejor.
Y uno siente que lo están queriendo engrupir.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Mezcla


Por Noé Jitrik
El mercader de Venecia es una de las obras más controvertidas de Shakespeare; lo que se discute es el mensaje que emitiría en relación con uno de los núcleos de la pieza, que parece ser el principal, a saber el tema de los judíos. Para unos la obra es “antisemita”, para otros, al contrario, no lo es; para otros, finalmente, lo es y no lo es.
Quizá se pueda ver en la pieza otras cosas; si es así, si ver más lo autoriza, la obra de Shakespeare podría ser objeto de una pluralidad de lecturas, incluso una política: tengo la impresión de que no se ha hecho demasiado en esa línea. Shakespeare intimida, pero el otro asunto absorbió esta posibilidad. Sin embargo, en el contexto del teatro de la época casi todo puede ser visto con esa mirada; un gran filólogo, Noël Salomon, lo hizo brillantemente con Lope de Vega y determinó con toda precisión que el extraordinario poeta encubría sus adhesiones a príncipes u otros poderosos con mensajes de indiscutible universalidad, como por ejemplo “Fuenteovejuna lo hizo”, al defender, teatralmente, a determinados humildes atacaba a enemigos poderosos de sus mandatarios. Es posible que su contemporáneo inglés haya hecho algo parecido.
Pero se trata de varias lecturas, no sólo de ésa. El mercader... (The merchant...) las tolera sin desmedro de su perfecta sintaxis y sus fulgurantes parlamentos. Y, por empezar, un equívoco: se tiende a pensar que el título refiere a Shylock, visto que ya desde el Nuevo Testamento la palabra “mercader” es algo denigratoria; sin embargo, el mercader, porque merca, tiene barcos que traen y llevan mercancía, es Antonio, un personaje ennoblecido por el desprendimiento, la amistad y otros valores como, en la película dirigida por Michael Radford, la homosexualidad; Shylock encarna, más bien, el capital financiero, embrionario entonces, con lo que implica de acumulación de intereses, usura y otras lindezas semejantes.
Pero eso no es todo: el cruce de discursos es un va y viene alternativo que se vincula, en sus diferentes momentos, con determinados esquemas filosóficos que sin duda Shakespeare conocía bien y que modelaban su imaginario; su genial sabiduría reside en que los dosifica sin que se noten, mediante situaciones de apariencia dramática o conflictiva. Así, por empezar, el famoso monólogo de Shylock, con el consagratorio “si nos pincháis ¿no sangramos?” remite al horizontal pensamiento humanista que se abría paso en el Renacimiento, en particular italiano pero que se estaba trasmitiendo a los sujetos pensantes de toda Europa. En ese sentido, quien pone en la boca de Shylock esas reflexiones, que los restantes personajes escuchan, tal vez sin comprender demasiado porque están atados a discursos fijados por la Iglesia, sabe bien qué le está haciendo decir, nada menos, que el ser humano, todos, es un universal. Seguramente por ese mismo pensamiento eligió para otro tremendo conflicto al singular Otelo, de inexcusable color.
En segundo lugar, en la no menos genial situación del juicio contra Antonio, “la libra de carne”, la oposición central es de orden teológico: la dureza de corazón del judío, su implacabilidad en el cumplimiento de la ley, que se vincula con “la Ley”, tan cara al judaísmo, remite al sacrificio originario, o sea, a la crucifixión de Cristo y se opone al principio de la “compasión”, propio del cristianismo, que aparece en boca del público presente. Lo notable es que –y Shakespeare no lo podía ignorar– la Inquisición daba lecciones de dureza de corazón y de implacabilidad en el momento en que escribe la obra; no obstante, hay un detalle importante: la Inquisición es un engendro de la Iglesia Católica, con la cual la Anglicana, que pretendía recuperar el magisterio de Cristo, había roto hacía poco tiempo. ¿Quedaba bien con ella el hábil autor al presentar tan rotundamente esos dos comportamientos en oposición? Esa remisión de dos lugares en conflicto –católicos y anglicanos– rompe con la precedente significación humanista y la superioridad moral que proclama –el judío es incapaz de perdonar y el cristiano lo perdona a él– la destituye y, en su lugar resplandece, mediante un tiro por elevación, la legitimidad de la orgullosa decisión religiosa de Enrique VIII y sus seguidores.
De ahí, un tercer nivel que implica una vuelta filosófica, un regreso a un pensamiento medieval: el judío, vencido por la argumentación jurídica, vuelve a su condición de humillado, sometido, despojado de lo que más quiere en el remate del conflicto, o sea, su dinero, sus bienes y hasta su descendencia, sin lo cual no es nadie o sólo una designación oscura; en tanto quienes lo derrotan recuperan una alegría de vivir que, teatralmente, se traduce por el juego favorito de Shakespeare de disfraces, reconciliaciones, revelaciones agradables, promesas sexuales e ingeniosos desafíos verbales, de un genial barroquismo. ¿Entonces qué? ¿La renuncia a la horizontalidad que el humanismo prometía? ¿No hay para el judío otra salida que seguir en lo mismo? ¿O desaparecer?
Shakespeare propone, a través de una situación teatral casi retórica –porque el teatro de todos los tiempos la ha empleado como resolución rápida–, la fuga amorosa, una alternativa menos cruenta que la conversión forzada que imponía la Inquisición; por amor, la hija de Shylock abandona a su padre y a su credo religioso e insinúa, por añadidura, que por amor se convertiría al cristianismo: no asistimos a eso, pero queda una propuesta que sería la de la mezcla pero, desde luego, con un predominio, el del cristianismo, y con un consiguiente olvido, el del judaísmo. Proyectada esta situación a los siglos siguientes, habría que esperar el debilitamiento del cristianismo para que la mezcla y una humanidad nueva, que no había podido llegar a la convivencia, pueda llevarse a cabo exitosamente, con un mínimo de renuncias y un máximo de posibilidades humanas futuras.
¿Será por todas esas lecturas –que por cierto no abundan– que la obra de Shakespeare sigue viva y dice todavía lo que los conflictos humanos y sociales ponen en obra y cuyos alcances los llevan a enfrentamientos, guerras, desinteligencias, martirios y toda clase de mutilaciones y de extravíos?

domingo, 7 de marzo de 2010

La prohibición como negocio

Por Lucía Alvarez
sociedad@miradasalsur.com



Un aborto por minuto. Casi un aborto por cada nacimiento. Según el estudio de las investigadoras Alejandra Pantelides y Silvia Mario, encargado por la Comisión Nacional de Programas de Investigación Sanitaria (Conapris), del Ministerio de Salud de la Nación, en Argentina se realizan anualmente entre 460 y 600 mil abortos clandestinos. Casi 70.000 mujeres requieren atención médica por infección o hemorragia como consecuencia del uso de métodos inseguros y 100 mueren por año. En democracia, al menos 3.000 mujeres murieron por intervenciones mal hechas. El aborto sucede, está ocurriendo; es una verdad innegable.
Mientras tanto, la ilegalidad y las barreras administrativas en los casos no punibles siguen estimulando un mercado clandestino que maneja cada vez más dinero. La organización Lesbianas y Feministas por la Legalización del Aborto presentó el 26 de noviembre pasado un informe con una cifra estimativa de la plata que mueve este negocio: 1.000 millones de pesos al año.
Ese número es el resultado de multiplicar cada interrupción clandestina, quirúrgica o farmacológica, por un costo promedio de 2.000 pesos. Se calcula que hoy los precios de una intervención oscilan entre 1.000 y 5.000 pesos dependiendo de la localidad, de la cantidad de médicos que hacen abortos en la zona y de la semana de gestación.
El dato no es menor si se lo compara con los 35 millones de pesos que invirtió el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable en 2009. Esto quiere decir que las mujeres invierten en el mercado negro casi 30 veces más que el Estado.
Históricamente el negocio de los abortos quirúrgicos estuvo vinculado a la penalización. El temor a ser denunciada a la policía y la vulnerabilidad por la situación de clandestinidad permitió todo tipo de abusos y maltratos por parte de clínicas ilegales y médicos. En algunos casos, los mismos profesionales de la salud que utilizaban el criterio de objeción de conciencia para los abortos no punibles en hospitales públicos, practicaban intervenciones clandestinas en clínicas privadas.
Especulación farmacéutica. La llegada hace unos años del aborto con recursos farmacológicos, y específicamente con Misoprostol y Mifepristone, se convirtió en una amenaza para este esquema. El Misoprostol es una droga considerada esencial para la Organización Mundial de la Salud (OMS) que tiene un uso abortivo hasta la semana nueve o 12. Es un método no invasivo –puede aplicarse en la casa, con un control médico posterior– y tiene el 1 por ciento de riesgo de infección y menos del 5 de hemorragia. Por estas razones, por el acceso y por el precio, los abortos farmacológicos tuvieron una rápida difusión en el país.
Pero como señalaron la socióloga María Alicia Gutiérrez y la ginecóloga Sandra Vázquez, en uno de los primeros estudios que se hizo sobre el método medicamentoso, Riesgos en salud reproductiva. Uso indebido de Misoprostol en adolescentes embarazadas, también en ese momento se encontró el modo de lucrar con el cuerpo de la mujer. Como en el 2003 esa droga era de venta libre, los farmacéuticos optaron por aplicar la venta fraccionada e ilegal y tener métodos de regulación de oferta. “Con cada chica que hablábamos teníamos un precio diferente. Podía costar 15 como 150 pesos. Además los farmacéuticos no estaban preparados y daban cualquier información”, comenta al respecto Gutiérrez, docente investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Cuando las investigadoras Nina Zamberlin y Cecilia Gianni hicieron hincapié en la formación de estos profesionales, las restricciones vinieron por otro lado. El informe de Lesbianas y Feministas por la Legalización del Aborto señala que el Colegio de Farmacéuticos de la Provincia de Buenos Aires logró entonces que el Misoprostol deje de ser de venta libre en todo el país y se pase a necesitar receta archivada.
Con esto, no sólo se han aumentado los costos sino que se desarrolló la venta ilegal del medicamento porque muchos profesionales se niegan a hacer receta o porque las mujeres sienten miedo de pedirla. “Hemos escuchado chicas que pagaron hasta cuatro veces más en el mercado clandestino. Y son mujeres que tienen que sacar un préstamo o que venden los muebles de sus casas para poder abortar”, comenta Verónica Marzano, trabajadora social e integrante de la organización. También el negocio se desarrolla en la web. Existen en internet miles de ofertas para comprar pastillas, aunque pocas garantías de que no vengan vencidas o adulteradas. Incluso a veces, cuenta Verónica, los paquetes vienen vacíos.
“La penalización del aborto hace que no podamos decidir sobre nuestros propios cuerpos, al mismo tiempo que nos someten a todo tipo de mecanismos mercantiles. Es una forma de lucro que se relaciona con los otros modos de explotación económica sobre las mujeres”, señala Gabriela Díaz Villa, de Lesbianas y Feministas. O dicho de otra manera, es una demostración de que el cuerpo de la mujer produce muchísimo dinero. Incluso cuando aborta.
Miradas al Sur - 7/3/10