Por Sandra Russo
La comunicación es algo inevitable. Nada ha impedido, desde el principio de nuestra especie, que en las circunstancias más adversas las personas hayan logrado comunicarse. Uno de los ejemplos más potentes es el lenguaje nushu, de las mujeres de Human. El lenguaje secreto de esas mujeres chinas, vigente a lo largo de mil años, se extendió a los abanicos y a las vendas que llevaban ellas en los pies, fracturados en la infancia por sus propias madres para impedir que crecieran. Aquellas criaturas torturadas, asimismo verdugas de sus hijas, sometidas atrozmente a un régimen de desprecio de género, crearon un lenguaje que alcanzó los 700 caracteres: imágenes que bordaban en las vendas de sus pies y a través de los que se comunicaban entre ellas. No podían hablar en público ni salir de sus casas. El nushu floreció antes que nada en las gargantas: comenzaron cantando pequeños quejidos agudos de pájaros enjaulados. En 2004 murió la última mujer china que conocía el nushu. Los hombres nunca pudieron descifrarlo.
Recuerdo ahora el libro de Alberto Trotta, preso político de la dictadura de Lanusse, en el que cuenta cómo en Coronda, estando incomunicados en un penal hombres y mujeres en pisos distintos, hallaron la manera de establecer contacto a través de las tuberías de los inodoros. Uno imagina a esos pequeños grupos de hombres y mujeres, cada uno en su piso, arremolinados alrededor de los inodoros por la madrugada, celebrando las noticias que iban y venían por la tubería y después los chistes y las canciones. Llegaron a reproducir un carnaval carioca en una noche de éxtasis.
El acto de comunicación es un impulso vital que nos acompaña y que convive con la conciencia de estar solos dentro de nuestras pieles. La comunicación rompe el aislamiento, rompe la pulsión de Apolo, borra a ese sujeto solo remando en su propio bote, sin posibilidad de tocar o ser tocado por la realidad de los otros en sus botes.
La comunicación pertenece al otro reino, el de Dionisio, el del vino, acaso porque el contacto con los otros nos desequilibra y nos pone en búsqueda de otros equilibrios. Lo que es estable en nosotros, se tambalea al contacto con otros. Los otros son los que nos ayudan a dimensionar, a confirmar, a dudar. Trastabillamos entre ellos. O mejoramos. Lo que nos pasa con ellos es una forma de nosotros mismos.
Desde hace ya un tiempo largo, a propósito de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en la Argentina se habla de medios y de información. Vivimos en Sociedades de la Información, que últimamente se han vuelto Sociedades de la Desinformación. No es un problema argentino; el contexto mundial es el que pone sobre el paño a la información y la interroga. El contexto, que es el del capitalismo globalizado, le pregunta a la información: ¿De qué me informa? ¿De qué me desinforma? ¿Hacia dónde me inclina? ¿Quién me lo dice? ¿Por qué me lo dice? ¿Por qué dice esto y no otra cosa? ¿Cuáles de todas esas otras cosas que no me dice son relevantes y cambiarían mi perspectiva sobre alguna cuestión? ¿Soy libre ante esta información? ¿Tengo herramientas para darme cuenta de si es falsa o artera? ¿Y si solamente es trivial? ¿Cómo encaja esta información en toda mi otra información, la que ya tengo? ¿Y de dónde saqué toda esa información que tengo? ¿De la misma fuente? ¿Hay otras?
Nada detendrá la crítica sobre la información, como en décadas pasadas la publicidad fue puesta en discusión y de ese debate la publicidad salió resignificada: lo publicitario perdió su inocencia, y aunque se sigan vendiendo autos con mujeres hermosas, los clientes al menos aspiran a otras mujeres así de hermosas, no a la chica del aviso.
Mi primer impulso hacia la comunicación fue en plena dictadura y en plena adolescencia. Un día me dijeron que dos chicos que pasaban por la calle hacían una revista. Nunca se me había ocurrido eso: que se podía “hacer” una revista. Yo creía que las revistas eran todas como Gente o 7 Días, que me eran indiferentes. Los seguí a esos chicos. No los conocía, pero esa misma noche estábamos en un bar de la estación, charlando. Era la época de las revistas contraculturales, y las hubo por docenas en los barrios. No lo sabíamos. Ningún medio reflejaba ese fenómeno, de modo que cada grupo de adolescentes, en sus barrios, creía que era necesario “hacer” revistas.
Eramos los hijos del silencio que había dejado otra generación. Uno no tenía lenguaje ni discurso. Pero así fue que no estuvimos solos. Escribiendo, fotocopiando, abrochando, vendiendo una revista muy olvidable, salvo por haber sido, generacionalmente, un primer gesto de comunicación y resistencia.
La ley de medios trae un espíritu desconocido en la Argentina hasta ahora. El ánimo multitudinario de emitir mensajes para que otros puedan recibirlos, incorporarlos, asimilarlos, y para que los sumerjan en el mar desconocido de su propia información. Lo que esos otros nos digan, los mensajes que lleguen, traerán noticias sobre otras maneras de entender el mundo. Esa es la comunicación. Un intercambio de fluidos simbólicos.
La ley de medios revoluciona este statu quo de emisores impunes o movidos exclusivamente por un criterio comercial. Hay un oleaje frondoso de mensajes y una línea horizontalizada entre receptores y emisores que aguarda por nosotros. Para todos los que la hemos reclamado desde hace tantos años, para los que ahora la defendemos, esta ley hace tanta justicia que es imposible que la Justicia no lo vea.
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