sábado, 5 de febrero de 2011

Cinco siglos de esclavitud


El trabajo esclavo es, desde hace tiempo, denunciado por algunos sectores y ocultado por otros.
Los recientes casos descubiertos de explotación laboral y reducción a servidumbre, por parte de algunas empresas agropecuarias, es la realidad dolorosa e injusta que padecen los campesinos santiagueños sin oportunidades para permanecer en sus tierras en virtud del corrimiento de la frontera agropecuaria.
Emerge en la memoria aquel Decreto-Ley Nº 28.169/44 del peronismo, por el que se aprobaba el Estatuto del Peón de Campo, y la Ley 13.020 de protección del trabajador temporario, medidas políticas por las que se comienzan a reconocer derechos inherentes a su actividad por fuera de lo correspondiente al salario. Ambos instrumentos establecían descansos o pausas en las tareas para el desayuno, el almuerzo y la colación de la tarde; el descanso dominical para los peones de campo; y la obligación de atender los intereses del patrón sólo ante una urgente necesidad que implique un grave perjuicio. Las normativas atendían también a la alimentación y alojamiento de los trabajadores rurales, costas a cargo del empleador debiendo estas comidas ser dadas en abundancia y en las condiciones de higiene adecuadas, dada la paupérrima situación habitacional y alimentaria en que se encontraban hasta ese momento los peones rurales.
La norma establecida por J. D. Perón fue resistida fervorosamente al punto que la Sociedad Rural, en 1944, dijo al respecto: “Este Estatuto no hará más que sembrar el germen del desorden social, al inculcar en la gente de limitada cultura aspiraciones irrealizables, y las que en muchos casos pretenden colocar al jornalero sobre el mismo patrón, en comodidades y remuneraciones… La vida rural ha sido y debe ser como la de un manantial tranquilo y sereno, equilibrado y de prosperidad inagotable”.
Ambas iniciativas, sin embargo, tuvieron vigencia hasta su derogación en 1980.
Cabe entonces recordar que el artículo 38 de la Constitución de 1949, hacía referencia a la función social de la propiedad privada y, en consecuencia, sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines del bien común: “Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo o intervenir con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva”. Asimismo el artículo 39 citaba: “El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social”. Esta Constitución fue derogada por el gobierno de facto de 1955, y nunca más alguna convención constituyente retomó la necesidad de volver a hablar de la tierra, de la propiedad y de su función social.
¿Y por qué reflotamos esta idea? Porque en el constitucionalismo latinoamericano la cuestión de la función social, y ecológica en algunos casos, está siendo recuperada, como el Estatuto de la Tierra de Brasil, que asegura a todos la propiedad de la tierra condicionada por su función social, y define a la función social como aquella en la que simultáneamente se favorece: 1) el bienestar de los propietarios y los trabajadores que trabajan en ella, así como a sus familias, 2) el mantenimiento de niveles satisfactorios de productividad, 3) la conservación de los recursos naturales, y 4) el cumplimiento de las disposiciones legales que regulan las relaciones justas de trabajo entre quienes las poseen y quienes las cultivan.
Como si se tratase de un ejemplo paradigmático, durante el 2010, el señor José Adán Vines, un agricultor de 82 años nacido en Chile y residente en la Argentina desde hace más de 30 años, era amenazado de desalojo de las tierras en las que trabajaba y vivía, en Chos Malal, Neuquén. Se trataba de una relación laboral informal, por la que José Vines trabajaba para el propietario, quien venía sólo a retirar las cosechas. No tenía salario y sólo poseía un permiso para vivir y trabajar esas tierras. En una oportunidad, Don José se cortó un dedo en un aserradero del propietario y no recibió auxilio ni remedio. Finalmente, decidió iniciar acciones judiciales laborales, y en el marco de un acuerdo, el propietario decidió pagarle con una hectárea. Casi como en un cuento, Vines no llegó a escriturar su tierra y con mal tino su antiguo patrón decidió vender la propiedad con Vines adentro, por lo que posteriormente el nuevo propietario inició el desalojo. Otra vez, el trabajo esclavo y el doblegado sin la tierra.
Trabajo esclavo en la Ciudad. La explotación de mano de obra, principalmente boliviana, en los talleres textiles da cuenta de una división racial del trabajo y de los mecanismos institucionales operados para intentar dejar sin efecto, parcialmente, la Ley de Trabajo a Domicilio N° 12.713, también del peronismo, que menciona en su artículo 35: “El empresario, intermediario o tallerista que por violencia, intimidación, dádiva o promesa, realice actos que importen abonar salarios menores que los que se establezcan de acuerdo a los procedimientos que estatuye la presente ley, tendrá prisión de seis meses a dos años”, considerando delito en los casos en que medió violencia y sustracción de la legislación laboral, siendo quizás el mayor aporte de esta norma la obligación de todos los intervinientes en la cadena de producción y comercialización del producto de responder ante la explotación.
En cuanto a las políticas migratorias en nuestro país, que en este caso importan porque configura el escenario para la trata de personas, hasta el año 2004 se encontraba vigente la ley Videla, de corte discriminatorio. Esta ley restringía el acceso a derechos esenciales y obligaba a empleados y funcionarios públicos a denunciar a los inmigrantes que no tuvieran la residencia legal, ya que la misma ley contemplaba la deportación de personas indocumentadas y construía la escenografía para el trabajo esclavo textil.
Paradójicamente, la Dirección Nacional de Migración sólo proveía obstáculos burocráticos para que estas personas pudieran regularizar su situación. Esa ley fue derogada, y la actual 25.871 considera a la migración como un derecho humano, haciéndoles extensivos a los inmigrantes los derechos sociales de cualquier trabajador, aun no habiendo regularizado su situación al momento de llegada al país.
Las diferencias culturales que vienen siendo nomencladas hace cinco siglos, desde una cosmovisión eurocentrista, como diferenciaciones jerárquicas son parte de este dispositivo colonizador y subalternizador que inferioriza a aquellas sociedades no europeas.
Si bien la precarización laboral, y por ende la existencia de servidumbres asimilables a la esclavitud, resulta sólo una faz de esta exclusión sistémica de la diáspora, también ha resultado un efecto común de la implementación de un modelo productivo agroexportador, concentrador y sin sustentabilidad que se retroalimenta con más exclusión. En vez de la oveja de Tomás Moro, es la soja la que aparece devorándose al hombre.
Es la división racial del trabajo la que permite que hoy existan personas trabajando en esas condiciones, bolivianos que en las ciudades padecen toda clase de discriminaciones. Los mismos trabajadores golondrinas son los campesinos e indígenas desalojados de sus tierras, y por otro lado siempre son los mismos a través de los años los que aparecen defendiendo la conservación y el mantenimiento del privilegio, subalternizando aun más al peón rural, al costurero boliviano, a los indígenas, a las mujeres. Y esta subalternidad exacerbada e institucionalizada a través de procesos antidemocráticos con una finalidad común a estos intereses económicos concentrados desde tiempos de la Colonia y que aún hoy persisten.
Miradas al Sur - 30/1/11